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04 febrero, 2013

Inti Hernández: Bancontodos (serie Lugar de Encuentro)


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Entre el sorprendente caudal de acciones que identifican el ideario político de José Martí, una hay que ilustra el sentido visionario y el significado actual de su trabajo como mediador social: la reconciliación. En 1891 este fecundo pensador vislumbró para los cubanos una república voltairiana llena de faltas, porque “se compondrá de hombres”, pero pródiga en posibilidad y virtud. Su muerte prematura en 1895 nos privó de los detalles ejecutivos de su programa. Al interpretar el sentido de sus actos y la proyección de sus escritos, no es difícil entrever que el maestro estaba urdiendo un plan de reconciliación civil capaz de unir y desestresar, en un mismo fluido de interés común, los extremos contrapuestos de la naciente sociedad cubana postcolonial. 

Inti Hernández, fascinado por la atemporalidad del proyecto martiano, decide en el 2012 interrogarlo y entenderlo como un lugar de encuentro donde lo que importa no es la dualidad sino la posibilidad de su trascendencia. De ahí la forma que nos propone, un banco a la manera de un ocho acostado, paradigma de la flexibilidad y el equilibrio y, acaso, una de las metáforas que mejor encarnan esa sociedad que hace 121 años soñó Martí: “con todos y para el bien de todos”.

Inti Hernández, Bancontodos (serie Lugar de Encuentro), 2012, 575 x 430 x 300 cm
bronce y madera contrachapada. Foto: cortesía del artista



 
Bancontodos (Encounter Place series)  

 
Among the vast wealth of actions that identify the political ideas of José Martí, one that best captures his visionary sense while proving the enduring actualness of his work as social mediator is reconciliation. In 1891 this prolific thinker for Cubans envisioned a Voltarian Republic, rich in possibilities and virtue, yet full of faults as it will be “composed by humans". His premature death in 1895 robbed us of the practical realization of his program. When interpreting the ideas in his writings and the intentions of his actions, it is not difficult to see that ‘el maestro’ (the master) was concocting a plan of civil reconciliation. He envisioned a reconciliation that would leave the stress behind and unite in one fluid motion, the common interest of the opposing tendencies of the nascent postcolonial Cuban society. 

In 2012, Inti Hernandez revisited these ideas and, fascinated by the timelessness of Marti’s vision, began to interrogate it.  For Hernandez these ideals take the form of an encounter place - where the possibility of transcendence is more important than the duality of its nature. Embarking from this point, he proposed a bench shaped in the form of a lying eight, a paradigm of flexibility and balance; as a metaphor, perhaps the one that best embodies the society envisioned by Marti 121 years ago, "counting on everyone and for the good of all".


Inti Hernández, Bancontodos (Encounter Place series), 2012, 575 x 430 x 300 cm,
cast bronze and plywood. Fotos: Juan Carlos Betancourt


 

04 abril, 2010

Alexis W o la estrategia de estar fuera desde dentro


 
©Todas las fotos son cortesía de alexis w

                                                                                                                                                                       scroll down for english

No podemos estar dentro ni fuera, 
según aseguran los lógicos; 
pero lo cierto es que la habitación es real,                                                            
y una de las dos cosas debería suceder                         
-siempre según los lógicos-,                                                       
pero ninguna de las dos cosas sucede.

Angel Escobar, Quién le teme a Franz Kafka

Por la puerta, pasa el cuerpo, por las ventanas, fluye el espíritu.
Mirar y ser mirado. Hacer público lo privado, internalizar lo cotidiano. Sacar lo íntimo y personal a la vía pública, dejar entrar el mundo exterior en casa.
Partiendo de interacciones cotidianas semejantes, Alexis W ensaya en esta serie de retratos una visión fotográfica que posee esa rara virtud de hacernos sentir juez y parte a la vez de los sujetos que contemplamos. Más que un motivo de invasión, entrometimiento y enajenación de intimidades, su manera de entender aquí “la ventana” nos propone un ejercicio de reciprocidad y transparencia. 



Pensándola de otra manera, la ventana real y la simbólica nos remiten a la idea de un agujero a través del cual circulan y se entrecruzan los fluidos del yo con sus diferencias. Gracias a esa primordial apertura, la tensa dualidad entre lo de adentro y lo de afuera se nos hace menos indispensable. Con lo cual, parece claro que una de las funciones vitales de este intercambio esencial es el reconocimiento de la presencia: eso-que-soy-y-siento, pero que sólo se me revelará a través de otra existencia.
Por eso, más que un simple hueco en la pared, la ventana es una dilatación orgánica. Resultado del conflicto psicológico entre el yo apresado en sus límites corporales y la necesidad de salir y regresar de la inmensidad exterior, material e inabarcable. Ante todo, reconozcamos que ese elemento arquitectónico constituye en sí mismo una gran paradoja: nos facilita esa rara sensación de estar dentro de algo y sentirnos, al mismo tiempo, fuera de ello. De manera que podríamos entenderla también en esta obra de Alexis W como una frágil línea divisoria o un trazado en el espacio que haría posible la des-polarización del mundo marco de nuestra existencia y el mundo enmarcado de nuestras proyecciones y apariencias.
Como la ventana es también un medio de contacto e intercambio, una ciudad desconcertante -metáfora de la de hoy en día- es aquella en la que sus habitantes recelosos de un mundo exterior indiferente, confuso, separador, brutal, contaminado y neurótico, renuncian a la utilidad comunicacional de sus ventanas. Acaban, por tanto, cancelándolas, borrándolas de esa arquitectura imprescindible para cualquier sistema de intercambio y comunicación. 



Pensemos en la vasta masa de ciudadanos anónimos condenados al desengaño y la inseguridad en la gran urbe. Parcialidad - dejadez - indolencia: sujetos anclados y ocultos detrás de una fría línea de defensa. Nómadas ascéticos en la aglomeración ciudadana, cada vez más aislados y menos autónomos, entes con los que cada día compartimos la misma suerte y el mismo trayecto de lo oscuro.
A ese mundo de comunicación cancelada y cotidianidades sumergidas detrás de una fachada de historias personales intensas, nos introduce Alexis W ¿Acaso una manera más suave de entrar también en el cosmos privado de nuestra propia vecindad? Sin embargo, más que en términos de una fría taxonomía social o de un calculado reportaje antropológico sobre entidades posturbanas, el trabajo de Alexis induce a pensar en un proyecto de ontopología fotográfica. Entonces, a la manera planteada por Derrida, la ontopología de sus retratos presupone “una práctica que relaciona indisociablemente el valor ontológico del ser-presente (on) a su situación, a la determinación estable y presentable de una localidad (el topos) del territorio, del suelo, de la ciudad, del cuerpo en general” [1].
No obstante, Alexis nos demuestra que las posibilidades de expresividad topológica o significado del cuerpo como memoria de lugar no sólo sugieren un nuevo tipo de cartografía, sino también una comprensión no-ficcional del sujeto como presencia. Insisto en el carácter “no-ficcional” de su propuesta para desmarcarla de otras tantas que actualmente, tras la legitimación de la fotografía como disciplina artística en la histórica documenta 6 de 1977, reproducen con ciega reiteración una imagen basada en sofisticadas reconstrucciones escenográficas. Bajo este patrón de costosas manipulaciones, una obsesiva distinción formal parece aclamar la deslumbrante calidad tecnológica del proceso de reproducción fotografía en menoscabo de su propio contenido.
Hecha de otra tesitura, una de las simpatías que nos provoca esta serie de retratos es la frescura con que encara esa vieja alianza entre esencia y apariencia. Su confrontación se asocia a un programa menos orientado a deslumbrar al espectador con el efectismo inmediato de lo visible y superfluo que a la voluntad de penetrar y reafirmar lo inmanente de la condición humana. De tal manera, una de sus grandes utilidades es la puesta en práctica de un mecanismo de acercamiento y compenetración mutua entre observador y observado. Gracias a esta disposición visual ambas partes entablan una relación dialógica. En este juego, equiparable al de dos espectadores que se contemplan mutuamente como si cada uno fuera en sí mismo la obra, desaparece la tensión psicológica que normalmente nos obliga a distanciarnos y a enjuiciar desde fuera. 



Con sobriedad de recursos y evitando la composición rebuscada y artificiosa, Alexis W ha logrado tematizar el cuerpo revelándonos a través de él facetas íntimas de sujetos cuya desnudez, más allá de cualquier exhibicionismo, alcanza un grado de serenidad esencial para entender uno de los sentidos profundos de su proyecto. Esa serenidad o Gelassenheit es la que nace, como dice Sloterdijk, de la ventaja de no haber vencido en una batalla en la que sería desastroso ganar.
Estamos frente a retratos cuyo punto más alto de tensión visual no son las ordinarias sugerencias del cuerpo y sus formas colindantes, sino la profunda intensidad y el candor con que estos sujetos, víctimas de un invariable descentramiento cultural, nos comunican su fragilidad y, de alguna manera, también su inocencia. Lo sentimos en sus miradas, pero también en la manera orgánica con que sus manos proyectan un estado excepcional de lucidez y relajación. 



De manera que resumiendo la razón visual del relato aquí pensado, esta serie nos abre la mirada a un espacio íntimo, el espacio a un cuerpo y éste a un estado interior aleatorio, convincente y, sobre todas las cosas, genuino, intocado.
Con dicha propuesta Alexis W vuelve a reafirmar en su trabajo que la fotografía, más que un mero recurso de reproducción y fidelidad a la naturaleza (la Naturtreue de Gombrich[2]), puede y debe ser también un vehículo para que la imagen encuentre el camino que la lleve a encarnarse en su propia metáfora.
Berlín, 6 de enero y 2009


(Texto publicado en el catálogo Alexis W. La ventana indiscreta (2003-2009), Ediciones del Umbral y la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 2009)


[1] Jack Derrida, Spectres de Marx. París: Éditions Galilée, 1993, p.137
[2] E.H. Gombrich, Die Geschichte der Kunst, Frankfurt am Main: S. Fischer Verlag, 1996, p. 616



English version


 
Alexis W or How to be Outside from Within
 
We cannot be inside or out, 
According to the philosophers;  
but the fact is 
That the room is real, 
And one of two things should happen  
- According to the philosophers -,  
But neither does.        
Angel Escobar, Who’s Afraid of Franz Kafka.    
 
Bodies go through doors, the spirit flows through windows.
Seeing and being seen. Making the private public, internalizing the everyday. Bringing your intimate, personal life out into the street and letting the outside world into your home.
Taking such everyday interactions as his starting point, Alexis W demonstrates, in this series of portraits, a photographic vision with the rare quality of making us feel that we are both observer and accomplice of the subjects we are looking at. His understanding of “the window” here suggests reciprocity and transparency rather than a means of invasion, intrusion and violation of intimacy.
Looked at another way, the window, both real and symbolic, leads us to the idea of a hole through which the self and its and its counterparts flow and intermingle. This elemental opening eases the tense duality between what lies within and without. It is therefore clear that one of the vital functions of this essential exchange is the recognition that what-I-am-and-feel can only be revealed to me through another existence.
The window is not just a gap in a wall but an organic expansion. It arises from the psychological conflict between the self, confined within its corporal limits, and the need to go out into and return from the vast and limitless material world outside. Above all, we should acknowledge that this architectural feature constitutes a great paradox in itself: it allows us the strange sensation of being inside something and, at the same time, outside it. It can also be seen, in this piece of work by Alexis W, as a fragile dividing line or drawing in the air that may lessen the polarity between the world that frames our existence and the framed world of the appearances we seek to project.
As the window is also a means of contact and interchange, a disconcerting city – a metaphor for that of today – is one in which the inhabitants, fearful of an indifferent, bewildering, alienating, brutal, contaminated and neurotic outside world, give up using their windows for communication. They end up blocking them, removing them from the structure essential for any system of interrelationship.
Think of all the anonymous citizens doomed to disappointment and insecurity in a great city. Prejudice, neglect, indolence: individuals chained and hidden behind a cold line of defence. Ascetic nomads ever more isolated and less autonomous among the mass of the population, human beings with whom we share the same fate every day, and the same dark path.
Alexis W takes us into this world of blocked communication and everyday lives submerged behind the façade of intense personal histories. Is this perhaps also a gentle way to enter the private universe of our own neighbourhood? Rather than a cold social taxonomy or calculated anthropological report, however, Alexis’ work puts one more in mind of a photographic ontopology. The ontopology of his portraits presupposes, as described by Derrida, “a practice that inextricably links the ontological value of being to its situation, to the stable and presentable determination of a locality, the topos of the territory, the ground, the city, the body in general”.[1]
Alexis shows us, however, that the possibilities of topological expression and the significance of the body as the memory of a place not only suggest a new kind of cartography but also a non-fictional understanding of the subject as a being. I stress the “non-fictional” nature of his work to distinguish it from that of others who now - since the legitimization of photography as an artistic discipline in the historic documenta 6 of 1977 - reproduce ad nauseam images based on sophisticated reconstructions. In these expensive manipulations an obsession with style seems to parade the astonishing technical quality of the photographic process at the cost of its content.
Here the tone is altogether different. One of the most attractive qualities of this series of portraits is its fresh approach to the old relationship between essence and appearance. The intention is less to dazzle the spectator with a superfluous immediate visual impact than to penetrate and reaffirm the inherent nature of the human condition. One of its great virtues is the way it allows observer and observed to approach and mutually scrutinize each other. Thanks to this visual arrangement there is a dialogue between the parties involved. In this game, in which it is as though two spectators were contemplating each other as if each were the work of art, the psychological tension that usually makes us step back and judge from outside disappears.
With a sparing use of resources and avoiding obscure and artificial composition, Alexis W has succeeded in giving themes to the body, using it to reveal intimate facets of subjects whose nudity, beyond any exhibitionism, achieves a degree of serenity essential for the understanding of one of the deeper meanings of his project. This serenity, or Gelassenheit, is the kind that comes, as Sloterdijk says, from the advantage of not having won a battle it would be disastrous to win.
We have here portraits whose highpoint of visual tension does not lie in the ordinary suggestions of the body and the forms around it, but in the great intensity and candour with which these subjects, victims of remorseless cultural marginalisation, communicate their fragility and somehow also their innocence. We feel this in their gaze but also in the natural way their hands reveal a state of exceptional clarity and relaxation.
To sum up the visual account, this series opens our eyes to an intimate space, the space to a body and the body to a fortuitous inner state, convincing and above all genuine and untouched.
With this project Alexis W reaffirms again in his work that photography, more than just a means of reproduction and faithfulness to nature (Gombrich’s Naturtreue[2]), can and must also provide a vehicle for the image to find a way to embody its own metaphor. 
Berlin, 6th January 2009.        
(See catalog Alexis W. La ventana indiscreta (2003-2009), Ediciones del Umbral y la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 2009)
Translation by Catherine Forrest

[1] Jaques Derrida, Spectres de Marx. Paris: Éditions Galilée, 1993, p.137.
[2] E.H. Grombrich, Die Geschichte der Kunst, Frankfurt am Main: S. Fischer Verlag, 1996, p.616.

07 mayo, 2009

Migrar/espacializar: iniciar preguntas por el lugar

 
© Juan Carlos Betancourt, Ser migrable, 2004, c-print, 60 x 80 cm
never ending, always building Guru, JazzMatazz
Intentar desdibujar las estructuras esenciales del origen, trasvasar fronteras, salir, entrar, interrogar, conectar. Cambiar el lugar fijo de inmanencia por el flujo discontinuo e inestable del devenir y la espacialidad del presente continuo. Percibir cómo el mundo se aproxima, en lugar de desbocarse hacia él. Esta es, acaso, la necesidad personal que mejor describe las búsquedas de mi vida actual en Berlín, la isla de los locos. El multicentrismo pos-histórico y la desconexión temporal, sobrepuestos al fluido urbano de esta ciudad, al menos como yo la percibo, generan estructuras modulares abiertas que veo reproducirse en mi forma de actuar y asumir la condición del-que-soy-ahora: un nómada del presente. No emigré de La Habana para buscarla en Berlín. Sobre todo porque aquí aprendo esa difícil tarea del presente, un presente que está en todas partes desconectado y sin centro. Lo que me atrae de la movilidad entre los lugares no es la idea del desplazamiento ni el sentido particular de la locomoción, sino la estimulante idea de estar en un espacio, como en un ámbito que se auto-genera a sí mismo. Un lugar donde la pregunta por el "v-oy" sea, al mismo tiempo, la medida del "s-oy". Fatigosa tarea que me ayuda a trazar las coordenadas de mi cartografía personal. Digamos que hablo de punto que me hace girar siempre en eso-que-tengo-y-me-toca-ahora. En la lengua alemana las representaciones fonográficas de “uno” (ein), de “ser” (s-ein) y de “no” (n-ein) comparten, felizmente, una misma desinencia. Con lo cual, el “ser” de la presencia y el “no” de la ausencia se me revelan como parte de una misma cosa, fragmentos del “uno” temporal e indivisible que desgarramos cuando ocupamos un lugar. Ese tipo de inter-subjetividad, productora de espacialidad, me la propicia este espacio urbano y su red personal alternativa. Berlín, cruce de senderos, punto de transfronterización de las Europas, la que penetra en Occidente y la que tira de Oriente. La siento como una gran instalación performativa. Ciudad cuya estructura urbana descentralizada propicia, sin mucho esfuerzo, el desplazamiento hacia focos de tensión contenidos aún en las energías históricas del tiempo. Sin proponérselo, esto le podría ocurrir a cualquier paseante de ocasión. Comenzar la mañana en Alexander Platz con un Currywurst en el pasado socialista del Berlín Oriental. Al mediodía, choque con el futuro y almuerzo en el barrio hightech de la Potsdamer Platz, bajo las arcadas del conjunto urbano más ilusorio y ultramoderno de Europa. Por la tarde, Kaffe + Kuchen en el estancado presente de la vasta Kurtfusterdamm, superlujosa avenida del capitalismo rancio que domina el paisaje de Berlín Occidental. Así, en un mismo día y en el breve lapso de unas pocas horas, realizar la envidiable y excitante proeza turística de desayunar en el pasado, almorzar en el futuro y merendar en el presente. Tres centros urbanos desconectados discursivamente, pero seductores por los campos de fuerza escondidos en las huellas públicas de su historia. Espacios que, además, son como islas ancladas en el tiempo: un pasado que no se resigna a su derrota, un presente cegado en su poder y un futuro intermedio demasiado alejado de la realidad como para canalizar las tensiones dialécticas entre ambos polos. Interrogar la espacialización personal interior como algo inherente a la condición migratoria implica, en mi opinión, un posicionamiento respecto a la subjetividad que se reorienta hacia el presente del ámbito privado, individual, y se relaciona críticamente con eso-que-vivo-y-me-toca-ahora. Si al migrar no podemos cargar físicamente con los lugares que abandonamos, nos queda entonces 1) intentar re-producirlos ó 2) proyectarlos hacia delante en la búsqueda de una invención utópica diferente. En el primer caso, la reproducción espacial está ligada a una actitud retrospectiva que busca en “lo que fue” el nacimiento de lo fijo y su inmanencia. Tal proyección suele manifestarse en espacios cerrados de reafirmación étnica que marcan el hábito por la añoranza y se abren solamente a los esquemas de origen. En ella se excluye sistemáticamente el aquí-ahora. Es la ilusión nostálgica del home away from home. El reverso de esta actitud serían los ideales personales de espacialización orientados hacia un futuro generalmente incierto. En ambos modos se descarta el presente y todo su potencial energético, entre otras razones, porque nos lo imaginamos como una estructura de apariencia inmóvil que parece retener el impulso cinético de nuestro desplazamiento. Al abandonar el lugar de origen nos ponemos en movimiento, cambiamos, nos desplazamos hacia lo que vemos en el allá, tanto en sentido físico como mental. El influjo de la movilidad y la novedad del cambio de esferas de influencia nos domina. Pero, al reconocer el presente en la Otredad y estimar el reposo a cada momento se nos revela, de repente, la extraña certeza de que lo Otro también se desplaza hacia nosotros. Es el paisaje que viene y no hacia el que vamos. Nos quedaría, como variante intermedia a la agobiante relación entre lo que fuimos y lo que seremos la posibilidad de inventar/ganar/reconfigurar/conectar espacios que pacten con el hoy individual de cada uno de nosotros y rompan la desgarrante ansiedad entre un fue nostálgico y un presentimiento utópico de lo que tal vez un día será. Estos espacios serán los que nos dispensarán de esa agobiante dualidad y nos faculten de vigor suficiente para emprender una acción directa y radical en el ahora.

01 abril, 2006

J.M. Pozo: Pintor de feria



© Fotos cortesía de J.M. Pozo


La belleza que aún florece bajo el horror es puro sarcasmo y encierra fealdad. Pero aún así su efímera figura tiene su parte en la evitación del horror. Algo de esta paradoja hay en la base de todo arte, que hoy sale a la luz la declaración de que el arte todavía existe. La idea arraigada de lo bello exige a la vez la afirmación y el rechazo de la felicidad.

T. W. Adorno



El arte de Juan Miguel Pozo es, en primera instancia de sus raíces estructurales más profundas, auto-referencial y
postmediático. Se basa en un esquema de introspección que juega todas sus cartas a la autonomía de la imagen, siguiéndole muy cerca los pasos a esa mónada postmoderna descentrada, flotante y divisible, liberada no sólo de los grandes relatos históricos, sino también de su pequeña prisión autista y egocéntrica (1).

Sin embargo, en su nueva condición de mónada lanzada a lo abierto, esa imagen desanclada y migrante, no sólo se contempla a sí misma sino que fluye gracias a su interconexión con el reflejo de otras imágenes articuladas en un mismo espacio visual. Como veremos más adelante, no se trata de una regresión nostálgica a un narcisismo mecanicista, barato e improductivo.

El narcisismo del que hablamos aquí tiene que ver, más bien, con una operación simbólica del lenguaje artístico que construye una poética a partir de explorarse a sí mismo como modelo de inspiración y reescritura continua. Esta operación auto-referencial es una clave útil para descifrar los entresijos temáticos y formales de la obra de Juan Miguel Pozo, como también para entender la interconexión psicológica de su obra con el espectador.

Declarada ya la condición tanática de la historia –afirma Pozo con vehemente regocijo– y librado el sujeto de la pesada responsabilidad de hacerla, el estilo de su trabajo ya no tiene otra cosa a qué referirse sino a su propio lenguaje: el lenguaje del arte. De ello se deduce que el mecanismo central que moviliza su poética no pasa de ser otra cosa que una reflexión sobre el propio medio o canal a través del cual ella misma se manifiesta.

Por eso, aunque el resultado final de su trabajo sea siempre puramente pictórico –léase “representacional” también– nos remite a un mundo visual cuyo lugar de origen no será nunca el espacio tridimensional y natural de nuestra realidad circundante.

La obra de Juan Miguel Pozo no ejerce la representación inmediata, sino que toma como modelo imágenes bidimensionales generadas por medios mecánicos de reproducción: un diccionario ilustrado, un catálogo, una revista, un recorte de periódico, un prospecto publicitario, un cartel de propaganda política, un flyer callejero, ilustraciones descriptivas de artefactos técnicos, dibujos arquitectónicos o diseños de estampados para usos decorativo. Sus fuentes son también soportes planos como el cine, la televisión, la Internet o la memoria electrónica de su cámara digital.

Todos esos lugares donde Juan Miguel Pozo “encuentra” sus imágenes no son otra cosa que soportes mediáticos derivados de una cultura que ha sistematizado, dividido y especializado la reproducción y transmisión del saber. Páginas impresas que legitiman y propagan esa noción indagada por Weibel según la cual una imagen es la razón de ser de otra, de tal manera que el arquetipo original directo no existe y nadie se interesa por buscarlo.


La originalidad, si acaso existe y podemos hablar de ella, entonces pienso que sólo podría ser cifrada en el espectador y su manera individual de aproximación frente a ese mundo virtual de simulacros cada vez más vasto y sofisticado que se interpone entre nosotros y la naturaleza. De lo contrario, seremos testigos pasivos de una narrativa visual que se propaga según se va re-interpretando y re-contextualizando a sí misma, capaz no sólo de auto-asimilarse sino también de generar un orden secundario de auto-referencias que nos separan cada vez más del mundo inmediato.

Adquirir imágenes para Juan Miguel Pozo es como asistir a una feria, donde lo principal de la fiesta comercial no es el producto adquirido sino la satisfacción lúdica y jribillesca del intercambio, el trueque, la permuta, el regateo. Curiosamente, Hans Mayer –uno de los más importantes marchantes europeos de arte contemporáneo– descubrió y fichó a Pozo cuando éste se dedicaba a sobrevivir vendiendo su trabajo en los mercadillos artesanales de la feria de la Catedral de La Habana. Este brusco e imprevisto cambio de giro La Habana–Düsseldorf en 1994 y su paso por la famosa academia de arte de esta ciudad, bajo la tutela del profesor Klapheck, renovó formalmente su estética. Aunque, en esencia, su manera de percibir el arte como una feria ideológica, más en su sentido histriónico que documental, sigue siendo un rasgo de su praxis artística que se ha mantenido invariablemente hasta la actualidad.

De ahí que la superficie de sus lienzos opere como un área de proyección o ámbito de trueque sintáctico entre imágenes y colores de las más disímiles procedencias sociales, contraculturales, ideológicas, políticas o religiosas.

“No me interesa el arte como plataforma ideológica –declara rotundamente Juan Miguel Pozo en una entrevista reciente–, tampoco la sociedad ni la política como extensión estética. El leit motiv más recurrente de mis creaciones es probablemente la infancia, la memoria, la muerte de la imagen por el olvido…el objeto ‘tirado‘ o basura más simbólicamente patética y bella siempre me ha parecido un juguete”.

La afiliación ontológica al desecho es otro de los motivos centrales en la obra de este artista afincado en Berlín. El trash como formulación de una estética detrás de cuya desaliñada presencia entrevemos también lo que un día pudo haber sido o fue realmente bello. Conecta además con el sentido adornoyano de la estetización del horror como forma de exorcizar su miedo latente. Pero es, igualmente, una alusión a los residuos culturales de la basura ideológica y su potencial capacidad de asimilación a las políticas del reciclaje de la imagen y la banalización del gusto por lo trendy–lefty. Operación muy recurrida en la sintaxis visual de la obra de Juan Miguel Pozo: la mezcla irreverente de cualquier iconografía.

Creo que cualquier intento de comprender la estrategia visual en el trabajo actual de Juan Miguel Pozo (2) , quedaría incompleto si antes no repasamos algunas de los vínculos urbanos más relevantes en la estructura interna de su pintura.

Más que un artista cubano exiliado, Pozo se considera a sí mismo un artista berlinés. El propio título en alemán de esta exposición “Zweiter”, que significa segundo/a, es una alusión a ese cambio de piel, como la segunda identidad que asumió fuera de Cuba.

Tampoco debemos pasar por alto el hecho de que estamos frente a una obra de indudable Zeitgeist artístico made in Berlín pero, ¿qué significa realmente ese Zeitgeist? Ante todo una actitud y una determinación de asumir un nuevo tipo de espacialidad visual. Una forma diferente de pensar y negociar con el nuevo mercado iconográfico de la ciudad después de la caída del Muro.Sugiero ver aquí la espacialidad como un ámbito simultáneo, siguiendo un poco a Giddens en su noción del espacio sin lugar.

Una espacialidad con gramática propia, capaz de propiciar la interconexión de diferentes sujetos desplazados de su lugar de procedencia, pero igualmente liberados de cualquier dilema de “origen”. Esto es, dispensados de obligaciones ontológicas frente a cualquier programa regresivo–nostálgico o progresivo–utópico.

Hablo del sujeto anclado en su presente continuo. Sin ninguna deuda que saldar con el pasado ni mejor tributo que ofrecer al futuro.

Para imaginar esa subjetividad concebida como un estatuto fundamental en la producción pictórica de Juan Miguel Pozo, es necesario entender lo que representa la historia y la coexistencia de diferentes espacialidades visuales en esta ciudad.

Cualquiera que sepa moverse y leer los continuos cambios de tiempo implícitos en su panorama gráfico, comprendería sin dificultades el sentido de la cartografía visual articulada por Pozo en sus obras. Comparando las grandes capitales de occidente que por mis viajes profesionales he tenido que visitar, ninguna como Berlín me ha deparado la sensación de estar viviendo diferentes eras –imaginarias y reales– al mismo tiempo. Pateando sus calles no tendríamos ninguna dificultad para notarlo. Los turistas de paso, menos supersticiosos que cáusticos, suelen explicarlo como una especie de “rara energía”.

En verdad, no se trata de ninguna presunción esotérica ni mucho menos de un secreto extraordinario. Sencillamente nos inquieta, al principio, esa forma tan natural de vivir la ficción del tiempo, no como en los escenarios de atrezo de los parques temáticos, sino desde una ciudad real en perenne cambio y movimiento.

Pocas ciudades como en Berlín vivieron tan de cerca las tensiones políticas de la Guerra Fría. Tampoco otra ciudad de la posguerra fue invadida, desarticulada, sectorializada y convertida en avanzadilla ideológica de un imperio dentro de otro:

Estados Unidos y sus aliados dentro de la antigua zona de influencia soviética. Plaza sitiada y dividida, Berlín conoció el paradójico estatuto geopolítico de haber pertenecido a una nación políticamente bicéfala: la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana. Espacio, ahora sólo posible como ficción, donde el capitalismo y el socialismo se acostumbraron a vivir en peligrosa vecindad. Bautizada como “la isla”, por el muro de más de 200 km. de largo que la insularizaba, la mitad occidental de esta ciudad fue durante 28 años una balsa flotante del capitalismo en aguas territoriales del socialismo.

Factores todos que marcaron la psique de una metrópoli donde cerca de 4 millones de habitantes viven cada día la experiencia insólita de una espacialización de eras e iconografías. Vamos a imaginar al Sr. Müller dirigiéndose por la mañana a desayunar un Curry Wurst en Alexander Platz, ese lugar emblemático de Berlín Oriental donde aún sobreviven restos arquitectónicos del pasado socialista. A mediodía, para almorzar, este ciudadano común y corriente toma el metro y en pocos minutos se traslada al presente, eligiendo uno de los restaurantes de la ultra lujosa avenida Kurtfusterdamm, símbolo del capitalismo pujante y la burguesía establecida. Por la tarde, decide explorar el futuro y se va a tomar su café con Kuchen en la Potsdamer Platz bajo la imponente sombra high tech de la arquitectura futurista.

En un mismo día, y en el breve lapso de unas pocas horas, hemos visto sin asombro cómo éste señor, acostumbrado a moverse diariamente de un extremo a otro de Berlín, ha realizado la espectacular proeza de desayunar en el pasado, almorzar en el presente y merendar en el futuro. A saltos, entre un pasado que no acepta su derrota, un presente cegado de poder y un futuro ilusorio que lleva implícita su propia decadencia.

Ese es el Berlín que subyace en las obras de Juan Miguel Pozo, el de la feria que pregona, recicla, vende e intercambia sin pudor todas las ideologías, el Berlín de las metáforas que encuentra espacio para su encarnación.

Kreuzberg, el barrio donde vive nuestro artista, tiene un bar en la Adlabert Strasse que en más de 20 años de existencia nunca ha cerrado sus puertas. Y en frente de este local hay una tienda, entre un bazar y una panadería turca, donde es posible adquirir camisetas estampadas con el escudo de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba) y la FDJ (Freie Deutsche Jugend o Jóvenes Libres Alemanes de la ex–DDR), o retratos de Mao junto a estampas de Buda. Por allí cerca suele aparcar un Mercedes con una pegatina del Ché.

Esa incoherencia vitalísima se reproduce como un rizoma oculto en la pintura de Juan Miguel Pozo. Pero su obra no documenta esta realidad, sólo busca su extrañamiento. Imita, eso sí, sus procesos acumulativos a base de ir sobreponiendo una capa de color field sobre otra, ocultando imágenes que seguirán allí, pero que no podrán ser vistas sino intuidas debajo de las ralladuras y las capas que por substracción arqueológica irá recuperando otra vez el artista.

(1) Una realidad que sólo es percibida como exclusión y no como materia para el discurso social. Por eso en su pintura no hay relato sino insinuación de lectura. Encantamiento. Su único compromiso es con la interpretación y el lenguaje como mediación, nunca como documentación. Las palabras escritas en sus lienzos deben verse como pura abstracción gráfica de sí mismas. Más que significar algo, son el soporte de una idea global en el espacio convencional del cuadro.
Como toda obra postmediática, se inscribe en esa corriente tan peculiar a esta era donde la imagen, inmersa en su auto-contemplación narcisista, se ha vuelto una terrible condición de sí misma. Sin llegar al humor explosivo de un Kippenberger, ni a las pesadillas visuales de un Lari Pittman, la obra de Juan Miguel Pozo ¿no es acaso una premonición de esa condición futura que ya estamos viviendo?No obstante, la formulación hermenéutica de una interrogante que abarque la relación adentro/afuera, forma parte también de un acercamiento al proceso constitutivo de la obra. Tiene que ver con la condición nómada que muchos artistas cubanos adoptaron a partir de los años 90s, cuando eligieron salir de la isla. Desde ese momento tanto sus prácticas artísticas, como las de los que se quedaron dentro, dejó de rotar en un mismo centro y se diseminó por el mundo en la exploración de nuevos sistemas. Esa condición del vivir diseminado moviliza, al mismo tiempo, un conflicto interior tanto para los que permanecen dentro como para los que están fuera de Cuba. Propongo considerar las perspectivas cinéticas de los artistas cubanos como un péndulo foucaultiano que se desplaza desde el adentro hacia el afuera de la isla y viceversa, tocando puntos geográficos tan diversos y distantes como La Habana, Berlín, París, Miami, Madrid, México D.F., Monterrey, San Francisco, New York, y la lista se alarga hasta Estocolmo y la Última Tule. En todos estos lugares viven y producen artistas cubanos y los efectos del desplazamiento adentro/afuera traza un profundo registro en la subjetividad de sus obras.Para más indagaciones al respecto recomiendo mi ensayo „¿Arte Cubano?:Pos-posiciones/trans-Motivaciones“ en el catálogo de la exposición Massa Damnata, curada por mí el 2004 en Berlín para la galería Refugium, con la participación de los artistas cubanos Felipe Dulzaides, René Francisco, Juan Miguel Pozo y Esterio Segura.

(2) Quisiera evitar la presteza crítica –con permiso y respeto de Omar Pascual- de encasillar la obra de Juan Miguel Pozo en la socorrida tesis del pastiche universal postmoderno, por aquello de la “disipación del estilo personal” y la convicción de que el pastiche es “una parodia vacía” según afirma Fredric Jameson en su “Teoría de la postmodernidad”. Por lo mismo, tampoco me subscribo a otra tesis de éste crítico de la postmodernidad según la cual la decadencia de nuestra historicidad ha generado un lenguaje artístico que oculta el presente y “demuestra las enormes proporciones de una situación en la que cada vez somos más incapaces de forjar representaciones de nuestra propia experiencia actual”. Mi pregunta a Jameson sería: ¿no es acaso la metodología artística del simulacro postmedial un componente de nuestra vivencia presente?


15 febrero, 2006

René Francisco. El patio de Nin: apertura, espacio, afecto


Toda práctica artística que tome el campo social como objeto de intervención formula, con riesgos o sin ellos, la reconstitución de un dominio esencial: deslegitimar el largo camino que va del éxtasis de lo aparente al estado existencial de la vida y su inmanencia. La ejecución de este complicado proceso de inversión o vuelta a los fundamentos del ser, ha dado lugar a diferentes manifestaciones y tendencias como la crítica institucional en Marcel Broodthaers y Hans Haacke o la plástica social de Joseph Beuys. En René Francisco la operación emprendida en este sentido tiende, primero que nada, hacia una desarticulación de la sublimación normativa de la práctica artística, la cual se irá disolviendo, con mayor o menor grado de felicidad, hasta perder tanto su aura divina como su potencial jerárquico. En este proceso de auto-desprendimiento entrevemos una declaración de transitoriedad que mira aquella praxis como un mero elemento sin prioridad preceptiva y a la misma altura del contexto donde interactúa.


Bien sabemos que al producir un objeto o, en su defecto, aislarlo de su trama, el creador o demiurgo platónico ejerce el clásico rito productivo de la sacralización de un fetiche para el cual ya se han predeterminado sus templos. La inversión de este proceso es lo que, a mi modo de ver, se formula sin vehemencia en “El patio de Nin” (2005) y otras prácticas semejantes de René Francisco como “A la cas(z)a de Rosa” (200?), dos trabajos de inserción social capitales en la obra de este artista cubano de la generación de los 80´s. En ellas no se trata de disociar algo de su medio natural, sino más bien de despojar al propio hacedor y su praxis de la carga demiúrgica para entonces disponerlos al fluir del contexto donde actúan, tal como vemos aquí, con otro tipo de presencia. Con lo cual, la actitud de René Francisco frente a Nin se transmutará en la actitud de Nin frente a René Francisco: una señora que recupera su espacio predilecto en la casa donde habita empleando al artista como conducto de su propia autorrealización.


Para entender “El patio de Nin” propongo, además, una comprensión del “lugar psicológico” no sólo como un espacio interior capaz de contener un número infinito de relaciones subjetivas, sino también como un lugar exterior-físico-real pleno de cosmovisiones donde es posible, al mismo tiempo, el despliegue mental y la liberación del mundo intangente de las ideas y las permutaciones oníricas. La relación de ambos espacios se complementa mediante una proyección mutua y el punto donde se cruzan sus flujos sería entonces la zona de apertura. Algo parecido al tokonoma japonés. Un espacio ambivalente donde lo-que-está-dentro permuta en lo-que-está-fuera y viceversa. Esto sería el “lugar psicológico” anteriormente mencionado, cuyas propiedades definen un espacio alterable de entradas y salidas múltiples. De manera que el patio como micro mundo banal, poblado de nimiedades mundanas, funciona al mismo tiempo como inductor personal de un estado interior de plenitud y apertura.

En dicho sentido la recuperación de ese lugar exterior, cumpliendo el deseo personal de Nin, es contrapuesto al hábitat oscuro y cerrado de la vivienda de esta señora. Condenado durante mucho tiempo a la insignificancia de un depósito de trastos inútiles y vertedero de desperdicios, la rehabilitación de este patio significó para René Francisco el intento de propiciar a Nin la liberación de un sueño personal hasta ese momento escamoteado por la inmovilidad interior acumulada por sucesivos años de invalidez física. Al interactuar en ese espacio de afecto el artista era conciente de una acción diferente, capaz de activar un sistema de ilusiones actuales. Con ella reinstauró en la vigilia de Nin la idea de poder acceder cada momento antes de su muerte a un lugar renovado que es la antítesis del mundo sombrío y limitado al que se han visto reducidos los últimos años de su vida.

No hay en esta intervención artística un conflicto estético-representacional entre realidad y virtualidad. El patio existe como tal y las fotos que ahora vemos no tienen otra función que documentar el proceso y establecer una memoria visual del mismo.

Por lo mismo, este patio no es tampoco un objeto decorativo móvil, sino más bien una región de encuentro entre esta señora y la intimidad de sus sueños. Descartamos, por tanto, cualquier afán de certificar la producción y contemplación de un objeto. Se trata, más bien, de una determinación ontológica puesta al servicio de una apertura.

Al renovar la percepción visual de este lugar, René Francisco ha practicado una suerte de arquitectura de lo íntimo, poniendo en función los dispositivos de un espacio que, al mismo tiempo, es la ilusión más próxima de una señora que hasta ese momento había tenido que reducir su vida a escuchar cada día el rumor y los pasos fríos de la muerte que se le acerca.

01 agosto, 2004

Antonio Mesones: La centralidad gestual



Al interrogar la obra de Antonio Mesones, es imposible eludir una de las obsesiones capitales por la que actualmente transita: la centralidad gestual. Y entiéndase aquí el “gesto” no como pose, sino como acción; no como constitución de un sistema, sino como síntesis de un proceso que cierra un ciclo al mismo tiempo que se va abriendo en otro más profundo.


Fundamentalismo gestual que se va condensando ya en la vibración contemplativa del color y sus gradaciones, ya en la proliferación de ondas expansivas de un mismo trazo. Desde esta doble combinatoria es posible entender cierta acumulación formal, a veces dominada por el color, a veces por la línea semicircular. Ambos, color y trazo, se convierten aquí en atributos materializados de una acción gestual automática que transcribe, a nivel visual, un lenguaje de imágenes recónditas, imágenes sumergidas en las profundidades de un mar interior impensado.

En ese nivel retiniano el artista ha vislumbrado, a través de representaciones primarias de figuras extremadamente simples, esa condición ontológica inmanente a la reproducción acumulativa. El aspecto interno de estas figuras, nos sugiere la reproducción desde adentro (lo femenino vaginal, lo abierto: fuente de vida) en forma de gradación tonal expansiva de una mancha de color que prolifera y se multiplica en la resonancia de sí misma, engendrando al mismo tiempo manchas cada vez más claras, cada vez más en armonía con la claridad de ese túnel de luz que se abre al presente. En su aspecto externo, esas formaciones nos sugieren la corteza protectora de la mancha, la expansión estructural de sus líneas en pliegues semicirculares que nos advierten de su aspecto romboidal y gregario, acaso fálico, masculino. En conjunto, es lo íntimo y lo visible, la unidad de un ser.

Sin embargo, ¿cómo es posible que ese ser primordial, marcado en la obra de Antonio Mesones por un gesto que siempre se reproduce a sí mismo, quede desligado del tiempo y flotando sin referencias en el espacio? A la respuesta quizá nos podremos acercar al contemplar esas formas carentes de atributos circunstanciales, de información, de datos que nos refieran su historia. Y sin ésos atributos que nos hablen de la relación de esas manchas con su entorno no hay relato, ni oral ni visual.

Por tanto, la obra de este artista parece suscribir esa ausencia de tensiones propias del imaginario de un mundo sin relato. Y un mundo sin relato o, lo que es igual, carente de conflicto, sólo puede ser posible en un presente continuo desmarcado de la angustiosa relación pasado/futuro.

De manera que allí la vida será la primera vida, los hombres siempre serán los primeros hombres, los amigos los primeros amigos, los peces los primeros peces, los libros los primeros libros. En este mundo todo sucede siempre por primera vez: la luz tiene el mismo valor que la sombra, no hay estatutos que aparten la noche del día, ni convenciones temporales.

Se trata de una forma particular de asumir el presente que nos acerca a la biografía personal de este artista santanderino. Afincado hace más de nueve años en el Berlín de la posguerra fría, Antonio Mesones conjura en estas obras los efectos de esa frecuente pesadilla que trastorna la condición de emigrante a un doble desplazamiento temporal/espacial. Si en la obra de esos primeros años berlineses se dedicaba a cartografiar el nuevo mapa espacial-humano donde se desenvolvía su vida, en la obra actual parece más sumergido en la ilusión del tiempo. Al menos, así lo sugieren esas manchas que han logrado equilibrar ese desasosiego entre un “antes” y un “después”.

Una extraña sensación nos inquieta al contemplar la energía que emana de estas manchas verde, lila o rosa. En ellas no acontece nada y, a su manera, acontece todo. Muy por el contrario a nuestro estado habitual de existencia, disgregada entre la noción nostálgica-regresiva de un tiempo pasado que nos desgarra (el “ya no fui lo que soy” de Octavio Armand) y su versión utópica-progresiva de un tiempo futuro que nos consuela (el “no seré lo que soy”) aquí, en estas manchas, domina la imperturbable serenidad de un “soy” presentista.

Al espectador atento no le será posible evitar el desafiante dilema que representa contemplar esas aperturas. Una de dos: o bien sigue la lección moderada de Sloterdijk (abrirlas desde fuera y permanecer en su punto de llegada), o bien entra sin más en ellas. Pero lo cierto es que, aún cuando no lo roce ese dilema, después de observarlas no le será fácil ignorarlas.