01 abril, 2006

Michaela Meise en el espacio tridimensional pictórico


Very, very, very, dark-green, box. Cartón. 75x173x100 cm., 2006
Foto cortesía de A. Serrano
© 2006



Hace ya más de un siglo que los inquietantes límites del espacio plano bidimensional de la representación pictórica, ha sido un motivo de preocupación constante así en la creación como para la formulación teórica del arte. Una y otra vez volvemos a caer en el debate sobre la importancia o no de la pintura. Sin embargo, creo que toda obra de arte no ejecutada en el marco bidimensional y plano de un cuadro sigue padeciendo las mismas contradicciones programáticas de aquélla. El mero hecho de añadir una tercera dimensión, nuevos materiales o, incluso la eliminación del soporte o su versión cinética –pensemos en los happenings o la peformance— no disuelve completamente la obra de su modelo pictórico. De manera que cien años de cambios formales en el campo del arte no han logrado erradicar la centralidad de la pintura. Y todavía no parece que vayamos a ser testigos de ese trascendental acontecimiento.
Seguimos, por decirlo de alguna manera, preparando bastidores y estirando lienzos. O, lo que es igual, creando una armazón o estructura para la contemplación. Llámesele sensorial o conceptual, espacial o plana, retiniana o simbólica, el resultado de esa percepción será, básicamente, una imagen que, detenida o en movimiento, siempre tendrá en nuestra experiencia subjetiva una enmarcación bidimensional.
Como decía algún gurú de la Bauhaus, no estamos en condiciones de pensar tridimensionalmente.
Trascender los límites del soporte plano ha sido una de las tareas más arduas del arte moderno
y contemporáneo. Con él o contra él, ningún otro género artístico ha dado más razones profundas para impulsar nuevas transformaciones. Sin embargo, sospecho que al final de esos grandes esfuerzos, incluso los resultados artísticos más radicales, no hacen otra cosa que disfrazar la esencia del arte pictórico. Quizás sería más honesto aceptar que seguimos pintando o, lo que es igual, continuando la representación pictórica por otros medios.
Al pensar la obra de Michaela Meise (Hanau, Alemania, 1976), para InterZo@s’06, se me hizo evidente su extensión conceptual de la pintura a una realidad física tridimensional. La apropiación de un lugar con una respuesta estructural aparentemente fuera de emoción, abstracta y geométrica es, al mismo tiempo, una estrategia personal de M. Meise para dimensionar física y espacialmente ciertos modelos de percepción interior. Una manera de indagar en las complejas estructuras de nuestra subjetividad a través de un programa aparentemente anti-pictórico pero con resultados que, sin dudas, nos remiten allí. Sólo que al estar frente a sus obras percibimos los campos de fuerza de un
“ahora” continuo desprovisto de nostalgia o visiones utópicas que hacen desaparecer el ilusionismo pictórico.
No obstante, ése “ahora” parece estar roto esporádicamente por fotocopias de imágenes o la reproducción de enunciados que, indudablemente, remiten al pasado pero que extrañamente, por la forma de su presentación, nos distancian de su contenido mismo. Con lo cual la función narratológica, de las imágenes o de los textos reproducidos en sus obras, queda libre de contenido histórico. Realzando la tensión entre imagen y soporte o, como en el caso de “Very very dark green box”, entre frase y soporte, Michaela Meise convierte sus estructuras espaciales en objetos del presente que juegan con el tiempo histórico pero no se identifican con él.
En todo este juego con la presencia espacial de la obra notamos, sin dudas, un fuerte acento
pos-minimalista. Al igual que allí, la artista se vale de materiales de fabricación industrial masiva de escaso valor artístico como pueden ser fotocopias en blanco y negro, cartulina gris para la encuadernación de libros, madera contrachapada, restos de laca, etc. Sólo que a diferencia del minimalismo, la cualidad y percepción del material en sí mismo no adquieren en la obra de Michaela Meise un rasgo fundamental.
Por otra parte, si sus estructuras adquieren cierto volumen no es precisamente a base de imponer, como hicieron algunos minimalistas, una masa voluminosa y compacta, abarcadora de grandes superficies, sino más bien porque al igual que en la pintura clásica bidimensional Michaela Meise juega con nuestra percepción óptica de las horizontales y las verticales. Con lo cual, sus estructuras sí establecen una jerarquía visual, pues la modulación de las mismas no responde a un deseo de neutralidad per se sino que, por el contrario, en muchas de ellas nos acercamos a la subjetividad interior, al impulso que define la esencia del individuo.
Al acercarnos a ciertas estructuras de Michaela Meise intuimos el vigor inmanente de un objeto tridimensional despojado de contradicción bipolar subjetiva. Entonces quedamos frente al despliegue de una inusual presencia y lo que vemos no es más que la ampliación de un complicado sistema de estructuras o módulos mentales binarios a una posibilidad material concreta. Algo abierto a nuestro campo visual e interactuando con nuestra propia presencia. Un ser-ahora contemplativo pero sin voluntad de fugas, un estado en el cual o no entramos por la nostalgia de las dudas o nos alejamos con la utopía de la indiferencia.


J.M. Pozo: Pintor de feria



© Fotos cortesía de J.M. Pozo


La belleza que aún florece bajo el horror es puro sarcasmo y encierra fealdad. Pero aún así su efímera figura tiene su parte en la evitación del horror. Algo de esta paradoja hay en la base de todo arte, que hoy sale a la luz la declaración de que el arte todavía existe. La idea arraigada de lo bello exige a la vez la afirmación y el rechazo de la felicidad.

T. W. Adorno



El arte de Juan Miguel Pozo es, en primera instancia de sus raíces estructurales más profundas, auto-referencial y
postmediático. Se basa en un esquema de introspección que juega todas sus cartas a la autonomía de la imagen, siguiéndole muy cerca los pasos a esa mónada postmoderna descentrada, flotante y divisible, liberada no sólo de los grandes relatos históricos, sino también de su pequeña prisión autista y egocéntrica (1).

Sin embargo, en su nueva condición de mónada lanzada a lo abierto, esa imagen desanclada y migrante, no sólo se contempla a sí misma sino que fluye gracias a su interconexión con el reflejo de otras imágenes articuladas en un mismo espacio visual. Como veremos más adelante, no se trata de una regresión nostálgica a un narcisismo mecanicista, barato e improductivo.

El narcisismo del que hablamos aquí tiene que ver, más bien, con una operación simbólica del lenguaje artístico que construye una poética a partir de explorarse a sí mismo como modelo de inspiración y reescritura continua. Esta operación auto-referencial es una clave útil para descifrar los entresijos temáticos y formales de la obra de Juan Miguel Pozo, como también para entender la interconexión psicológica de su obra con el espectador.

Declarada ya la condición tanática de la historia –afirma Pozo con vehemente regocijo– y librado el sujeto de la pesada responsabilidad de hacerla, el estilo de su trabajo ya no tiene otra cosa a qué referirse sino a su propio lenguaje: el lenguaje del arte. De ello se deduce que el mecanismo central que moviliza su poética no pasa de ser otra cosa que una reflexión sobre el propio medio o canal a través del cual ella misma se manifiesta.

Por eso, aunque el resultado final de su trabajo sea siempre puramente pictórico –léase “representacional” también– nos remite a un mundo visual cuyo lugar de origen no será nunca el espacio tridimensional y natural de nuestra realidad circundante.

La obra de Juan Miguel Pozo no ejerce la representación inmediata, sino que toma como modelo imágenes bidimensionales generadas por medios mecánicos de reproducción: un diccionario ilustrado, un catálogo, una revista, un recorte de periódico, un prospecto publicitario, un cartel de propaganda política, un flyer callejero, ilustraciones descriptivas de artefactos técnicos, dibujos arquitectónicos o diseños de estampados para usos decorativo. Sus fuentes son también soportes planos como el cine, la televisión, la Internet o la memoria electrónica de su cámara digital.

Todos esos lugares donde Juan Miguel Pozo “encuentra” sus imágenes no son otra cosa que soportes mediáticos derivados de una cultura que ha sistematizado, dividido y especializado la reproducción y transmisión del saber. Páginas impresas que legitiman y propagan esa noción indagada por Weibel según la cual una imagen es la razón de ser de otra, de tal manera que el arquetipo original directo no existe y nadie se interesa por buscarlo.


La originalidad, si acaso existe y podemos hablar de ella, entonces pienso que sólo podría ser cifrada en el espectador y su manera individual de aproximación frente a ese mundo virtual de simulacros cada vez más vasto y sofisticado que se interpone entre nosotros y la naturaleza. De lo contrario, seremos testigos pasivos de una narrativa visual que se propaga según se va re-interpretando y re-contextualizando a sí misma, capaz no sólo de auto-asimilarse sino también de generar un orden secundario de auto-referencias que nos separan cada vez más del mundo inmediato.

Adquirir imágenes para Juan Miguel Pozo es como asistir a una feria, donde lo principal de la fiesta comercial no es el producto adquirido sino la satisfacción lúdica y jribillesca del intercambio, el trueque, la permuta, el regateo. Curiosamente, Hans Mayer –uno de los más importantes marchantes europeos de arte contemporáneo– descubrió y fichó a Pozo cuando éste se dedicaba a sobrevivir vendiendo su trabajo en los mercadillos artesanales de la feria de la Catedral de La Habana. Este brusco e imprevisto cambio de giro La Habana–Düsseldorf en 1994 y su paso por la famosa academia de arte de esta ciudad, bajo la tutela del profesor Klapheck, renovó formalmente su estética. Aunque, en esencia, su manera de percibir el arte como una feria ideológica, más en su sentido histriónico que documental, sigue siendo un rasgo de su praxis artística que se ha mantenido invariablemente hasta la actualidad.

De ahí que la superficie de sus lienzos opere como un área de proyección o ámbito de trueque sintáctico entre imágenes y colores de las más disímiles procedencias sociales, contraculturales, ideológicas, políticas o religiosas.

“No me interesa el arte como plataforma ideológica –declara rotundamente Juan Miguel Pozo en una entrevista reciente–, tampoco la sociedad ni la política como extensión estética. El leit motiv más recurrente de mis creaciones es probablemente la infancia, la memoria, la muerte de la imagen por el olvido…el objeto ‘tirado‘ o basura más simbólicamente patética y bella siempre me ha parecido un juguete”.

La afiliación ontológica al desecho es otro de los motivos centrales en la obra de este artista afincado en Berlín. El trash como formulación de una estética detrás de cuya desaliñada presencia entrevemos también lo que un día pudo haber sido o fue realmente bello. Conecta además con el sentido adornoyano de la estetización del horror como forma de exorcizar su miedo latente. Pero es, igualmente, una alusión a los residuos culturales de la basura ideológica y su potencial capacidad de asimilación a las políticas del reciclaje de la imagen y la banalización del gusto por lo trendy–lefty. Operación muy recurrida en la sintaxis visual de la obra de Juan Miguel Pozo: la mezcla irreverente de cualquier iconografía.

Creo que cualquier intento de comprender la estrategia visual en el trabajo actual de Juan Miguel Pozo (2) , quedaría incompleto si antes no repasamos algunas de los vínculos urbanos más relevantes en la estructura interna de su pintura.

Más que un artista cubano exiliado, Pozo se considera a sí mismo un artista berlinés. El propio título en alemán de esta exposición “Zweiter”, que significa segundo/a, es una alusión a ese cambio de piel, como la segunda identidad que asumió fuera de Cuba.

Tampoco debemos pasar por alto el hecho de que estamos frente a una obra de indudable Zeitgeist artístico made in Berlín pero, ¿qué significa realmente ese Zeitgeist? Ante todo una actitud y una determinación de asumir un nuevo tipo de espacialidad visual. Una forma diferente de pensar y negociar con el nuevo mercado iconográfico de la ciudad después de la caída del Muro.Sugiero ver aquí la espacialidad como un ámbito simultáneo, siguiendo un poco a Giddens en su noción del espacio sin lugar.

Una espacialidad con gramática propia, capaz de propiciar la interconexión de diferentes sujetos desplazados de su lugar de procedencia, pero igualmente liberados de cualquier dilema de “origen”. Esto es, dispensados de obligaciones ontológicas frente a cualquier programa regresivo–nostálgico o progresivo–utópico.

Hablo del sujeto anclado en su presente continuo. Sin ninguna deuda que saldar con el pasado ni mejor tributo que ofrecer al futuro.

Para imaginar esa subjetividad concebida como un estatuto fundamental en la producción pictórica de Juan Miguel Pozo, es necesario entender lo que representa la historia y la coexistencia de diferentes espacialidades visuales en esta ciudad.

Cualquiera que sepa moverse y leer los continuos cambios de tiempo implícitos en su panorama gráfico, comprendería sin dificultades el sentido de la cartografía visual articulada por Pozo en sus obras. Comparando las grandes capitales de occidente que por mis viajes profesionales he tenido que visitar, ninguna como Berlín me ha deparado la sensación de estar viviendo diferentes eras –imaginarias y reales– al mismo tiempo. Pateando sus calles no tendríamos ninguna dificultad para notarlo. Los turistas de paso, menos supersticiosos que cáusticos, suelen explicarlo como una especie de “rara energía”.

En verdad, no se trata de ninguna presunción esotérica ni mucho menos de un secreto extraordinario. Sencillamente nos inquieta, al principio, esa forma tan natural de vivir la ficción del tiempo, no como en los escenarios de atrezo de los parques temáticos, sino desde una ciudad real en perenne cambio y movimiento.

Pocas ciudades como en Berlín vivieron tan de cerca las tensiones políticas de la Guerra Fría. Tampoco otra ciudad de la posguerra fue invadida, desarticulada, sectorializada y convertida en avanzadilla ideológica de un imperio dentro de otro:

Estados Unidos y sus aliados dentro de la antigua zona de influencia soviética. Plaza sitiada y dividida, Berlín conoció el paradójico estatuto geopolítico de haber pertenecido a una nación políticamente bicéfala: la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana. Espacio, ahora sólo posible como ficción, donde el capitalismo y el socialismo se acostumbraron a vivir en peligrosa vecindad. Bautizada como “la isla”, por el muro de más de 200 km. de largo que la insularizaba, la mitad occidental de esta ciudad fue durante 28 años una balsa flotante del capitalismo en aguas territoriales del socialismo.

Factores todos que marcaron la psique de una metrópoli donde cerca de 4 millones de habitantes viven cada día la experiencia insólita de una espacialización de eras e iconografías. Vamos a imaginar al Sr. Müller dirigiéndose por la mañana a desayunar un Curry Wurst en Alexander Platz, ese lugar emblemático de Berlín Oriental donde aún sobreviven restos arquitectónicos del pasado socialista. A mediodía, para almorzar, este ciudadano común y corriente toma el metro y en pocos minutos se traslada al presente, eligiendo uno de los restaurantes de la ultra lujosa avenida Kurtfusterdamm, símbolo del capitalismo pujante y la burguesía establecida. Por la tarde, decide explorar el futuro y se va a tomar su café con Kuchen en la Potsdamer Platz bajo la imponente sombra high tech de la arquitectura futurista.

En un mismo día, y en el breve lapso de unas pocas horas, hemos visto sin asombro cómo éste señor, acostumbrado a moverse diariamente de un extremo a otro de Berlín, ha realizado la espectacular proeza de desayunar en el pasado, almorzar en el presente y merendar en el futuro. A saltos, entre un pasado que no acepta su derrota, un presente cegado de poder y un futuro ilusorio que lleva implícita su propia decadencia.

Ese es el Berlín que subyace en las obras de Juan Miguel Pozo, el de la feria que pregona, recicla, vende e intercambia sin pudor todas las ideologías, el Berlín de las metáforas que encuentra espacio para su encarnación.

Kreuzberg, el barrio donde vive nuestro artista, tiene un bar en la Adlabert Strasse que en más de 20 años de existencia nunca ha cerrado sus puertas. Y en frente de este local hay una tienda, entre un bazar y una panadería turca, donde es posible adquirir camisetas estampadas con el escudo de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba) y la FDJ (Freie Deutsche Jugend o Jóvenes Libres Alemanes de la ex–DDR), o retratos de Mao junto a estampas de Buda. Por allí cerca suele aparcar un Mercedes con una pegatina del Ché.

Esa incoherencia vitalísima se reproduce como un rizoma oculto en la pintura de Juan Miguel Pozo. Pero su obra no documenta esta realidad, sólo busca su extrañamiento. Imita, eso sí, sus procesos acumulativos a base de ir sobreponiendo una capa de color field sobre otra, ocultando imágenes que seguirán allí, pero que no podrán ser vistas sino intuidas debajo de las ralladuras y las capas que por substracción arqueológica irá recuperando otra vez el artista.

(1) Una realidad que sólo es percibida como exclusión y no como materia para el discurso social. Por eso en su pintura no hay relato sino insinuación de lectura. Encantamiento. Su único compromiso es con la interpretación y el lenguaje como mediación, nunca como documentación. Las palabras escritas en sus lienzos deben verse como pura abstracción gráfica de sí mismas. Más que significar algo, son el soporte de una idea global en el espacio convencional del cuadro.
Como toda obra postmediática, se inscribe en esa corriente tan peculiar a esta era donde la imagen, inmersa en su auto-contemplación narcisista, se ha vuelto una terrible condición de sí misma. Sin llegar al humor explosivo de un Kippenberger, ni a las pesadillas visuales de un Lari Pittman, la obra de Juan Miguel Pozo ¿no es acaso una premonición de esa condición futura que ya estamos viviendo?No obstante, la formulación hermenéutica de una interrogante que abarque la relación adentro/afuera, forma parte también de un acercamiento al proceso constitutivo de la obra. Tiene que ver con la condición nómada que muchos artistas cubanos adoptaron a partir de los años 90s, cuando eligieron salir de la isla. Desde ese momento tanto sus prácticas artísticas, como las de los que se quedaron dentro, dejó de rotar en un mismo centro y se diseminó por el mundo en la exploración de nuevos sistemas. Esa condición del vivir diseminado moviliza, al mismo tiempo, un conflicto interior tanto para los que permanecen dentro como para los que están fuera de Cuba. Propongo considerar las perspectivas cinéticas de los artistas cubanos como un péndulo foucaultiano que se desplaza desde el adentro hacia el afuera de la isla y viceversa, tocando puntos geográficos tan diversos y distantes como La Habana, Berlín, París, Miami, Madrid, México D.F., Monterrey, San Francisco, New York, y la lista se alarga hasta Estocolmo y la Última Tule. En todos estos lugares viven y producen artistas cubanos y los efectos del desplazamiento adentro/afuera traza un profundo registro en la subjetividad de sus obras.Para más indagaciones al respecto recomiendo mi ensayo „¿Arte Cubano?:Pos-posiciones/trans-Motivaciones“ en el catálogo de la exposición Massa Damnata, curada por mí el 2004 en Berlín para la galería Refugium, con la participación de los artistas cubanos Felipe Dulzaides, René Francisco, Juan Miguel Pozo y Esterio Segura.

(2) Quisiera evitar la presteza crítica –con permiso y respeto de Omar Pascual- de encasillar la obra de Juan Miguel Pozo en la socorrida tesis del pastiche universal postmoderno, por aquello de la “disipación del estilo personal” y la convicción de que el pastiche es “una parodia vacía” según afirma Fredric Jameson en su “Teoría de la postmodernidad”. Por lo mismo, tampoco me subscribo a otra tesis de éste crítico de la postmodernidad según la cual la decadencia de nuestra historicidad ha generado un lenguaje artístico que oculta el presente y “demuestra las enormes proporciones de una situación en la que cada vez somos más incapaces de forjar representaciones de nuestra propia experiencia actual”. Mi pregunta a Jameson sería: ¿no es acaso la metodología artística del simulacro postmedial un componente de nuestra vivencia presente?