01 julio, 2008

Una narrativa de baja intensidad visitó la 5 Bienal de Berlín

© Fotos de Juan Carlos Betancourt 2007 Tras una gran expectación, mucho entusiasmo no despertó la bienal berlinesa. Hipnotizados por una cultura visual acostumbrada al deslumbrante resplandor de artistas que amansan coyotes, diseccionan vacas o enlatan su mierda… nos sentimos escamoteados ante estos escenarios grises donde, si acaso, sólo atinamos a ver pespuntes negros, caprichosas constelaciones o, para el alivio de los más entusiastas, mundos “emergentes”. ¿Demasiado modernos para la postmodernidad o demasiado postmodernos para la modernidad? La pregunta no es menos retórica que su respuesta. No obstante, la misma incertidumbre que me induce a su formulación parece continuar latente, sin la compulsión de otras décadas, en el objeto actual del arte. A 28 años de la tesis habermasiana sobre un proyecto de modernidad incompleto, seguimos en la agonía de un limbo transitorio en el que ni siquiera podríamos fiarnos de una ultramodernidad como solución de continuidad. La no superada hipocondría histórica del pasado, que nos hace volver una y otra vez a mirar y reinterpretar el fallido ideal moderno en busca de mejores respuestas a las incertidumbres del presente, irradió como una de las motivaciones profundas del concepto curatorial de la 5 Bienal de Berlín, celebrada en esta ciudad entre el 5 de abril y el 15 de junio pasados. Muy a tono con la última Documenta, la bienal fue concebida como un evento polifónico con “una estructura abierta en cinco movimientos y sin argumento” –declararon sus organizadores quienes, además, le confirieron un papel importante a las actividades nocturnas. Bajo el lema, un tanto esotérico, “Cuando las cosas no proyectan sombra”, sus jóvenes curadores Adam Szymczyk (Piotrków Trybunaslski, Polonia, 1970) y Elena Filipovic (Los Angeles, USA, 1972) intentaron reanimar el debate sobre una vieja tristeza –el ocaso de la modernidad- que aún sigue esperando la consolación de nuevas alegrías. Con toda y su carga mística, el tema de la sombra se presta como metáfora para interpretar, tanto formal como simbólicamente, la situación actual del arte. Ya sabemos que, técnicamente hablando, en el lenguaje representacional la sombra de los objetos es un elemento esencial para lograr diferentes efectos de profundidad. No olvidemos que el nacimiento de las primeras representaciones fue inspirado por las líneas que nuestros antepasados remotos trazaban para copiar el contorno de las siluetas proyectadas. Por tanto, la sombra es una condición inmanente a la perspectiva y, por qué no, al conocimiento y al espíritu. En la mística positiva la sombra es suficiente para proyectar las virtudes esenciales y benévolas de la divinidad. Hasta nosotros en la tierra somos vistos como sombras de los arquetipos platónicos del cielo. Entonces la sombra como vehículo de proyección puede entenderse aquí también como un elemento de orientación histórica, proyección cultural o como la dirección del punto hacia donde convergerá la mirada indagadora. De manera parecida, este tema pasa también por el drama de una narrativa que sin ímpetu ni fuerza de proyección pierde su capacidad de continuidad y se vuelve inevitablemente hacia sí misma, inacabada, agotada, debilitada, exhausta y, lo peor de todo, sin sombra. Nunca antes el arte había llegado a alcanzar unos niveles de productividad tan altos como ahora. Tanto la modernización como la especialización de sus productores han hecho que se encuentre entre una de las industrias de más rápido crecimiento. En Berlín, por citar un ejemplo, existen más de quinientas galerías y en el mundo ya hay más de doscientas bienales de arte. Sin embargo, esta bienal es un buen ejemplo del auge que está alcanzado esa corriente mental que ha dado lugar a un arte cada vez menos espeso, plano, acumulativo y de una tan bien calculada simpleza que acaba deconstruyendo la sensibilidad del espectador educado en el ideal moderno de la experiencia estética profunda. Por lo mismo, la denominación de “objetos sin sombra” no sólo sugiere sino que reafirma el estatuto de un arte sin aura al que no sería muy fácil acceder sin la intervención previa de un equipo de especialistas reunidos en lo que se ha dado en llamar ahora “programa de mediación”. Parece que se están poniendo de moda. Los utilizaron en la última Documenta de Kassel y en Berlín los “mediadores” fueron bautizados como el Servicio Secreto de la bienal. Su función, ni secreta ni pedagógica, es claramente instrumental. Por un lado, sirven para explicar un arte que sin una mediación de este tipo casi seguro que nos dejaría a todos indiferentes. Por otro lado, me recuerda las acciones de los supermercados o las tiendas especializadas cuando quieren introducir un producto nuevo a sus clientes. Añadimos a esto que la mediación no era un servicio gratuito. Había que concertarlo y pagarlo independientemente del precio oficial de entrada. Así por ejemplo, el costo de una mediación individualizada de 3 horas para los 3 lugares expositivos más importantes (el KW Institute for Contemporary Art, la Neue Nationalgalerie y el Skulturenpark Berlin_Zentrum) costaba 205 euros por persona. Una opción de grupo era posible, naturalmente más barata pero también menos interesante. Ahora la pregunta inevitable es ¿quién paga esa suma de dinero para que le expliquen una bienal? Creo que la respuesta es tan evidente que sin duda nos permitiría adivinar hacia donde se proyecta la sombra, no ya del arte que aparentemente la ha perdido, sino la de la imprescindible experiencia estética. Contemporánea, nº 8, año 2008, pp.37-40.