01 diciembre, 2007

52 Bienal de Venecia / documenta 12: aprendiendo a eludir equivocaciones

 
© Fotos de Juan Carlos Betancourt 2007 

The Biennale has no position on conflict and no part in it R.S. Con esta rotunda frase, emplazada a manera de valla publicitaria y firmada por Robert Storr, curador de la 52 Bienal de Venecia, se nos da la bienvenida en los Giardini, sede de los pabellones nacionales y lugar emblemático de la bienal más antigua del mundo. Al leerla, recordé aquella cínica advertencia: “cualquier parecidoperficies elásticas que actúan como pantallas de proyección para un tipo de corriente mental que busca confirmar, a todos los niveles, el fin de las ideologías ¿Qué otra cosa puede ser, si no, el querer declarar públicamente la bienal “fuera de conflicto”? ¿Pretende R. Storr que contemplemos Bouncing Skull de Paolo Canevari –vídeo sobre un chico serbio que juega al fútbol con el cráneo de una víctima de guerra– con la misma pasividad que miramos la vitrina empolvada de un museo,? ¿O que leamos en la obra de Emily Prince la lista de soldados norteamericanos muertos en Irak y Afganistán como una simple clasificación de nombres? Lamentablemente las políticas del espacio “safe” funcionan. Tienen que funcionar. Son el bonus moral que nos obsequian los que pagan por crearlos y una garantía de seguridad para la mente del burgués globalizado, ese particular segmento de consumidores tan apreciado por la industria cultural-turística de las bienales y las ferias de arte. En estos contextos públicos de significativo tráfico de audiencias y gran despliegue mediático, se hace patente también la inmunidad con la que se legitiman y autorrepresentan prácticas personalizadas de producción cada vez más influyentes en la esfera de la cultura y que, como las del curador-estrella, despliegan una complicada trama estructural de mediación entre poder y arte. Una mirada rápida a la lista de invitados de la bienal nos revela una hiperdosis de brand-names. Esos prominentes que están en todas partes y no hace falta mencionar porque ya todo el mundo de quiénes se tratan. Hablamos de los potentes caballos de fuerza de las grandes subastas, galerías y colecciones más influyentes del mundo, de un arte establecido y funcional, sobre todo rentable, asimilado y disciplinado que parece imitar, al pie de la letra, la máxima publicitaria que nos asegura que lo que no es visible no existe. Quien visite el Arsenal podrá constatar cómo Robert Storr redujo el espíritu y neutralizó la fuerza de las propuestas artísticas congelándolas en una exhibición formalista y estática, aburridamente correcta y desentonada con su propio contenido. El bien calculado montaje se acomoda más a los requisitos de un museo que al sentido experimental que, como él mismo ha afirmado, deberían ensayar las bienales para captar las tensiones de su tiempo. En este sentido la documenta 12 parece más consecuente y, hasta cierto punto, más arriesgada en su propuesta curatorial. “La gran exhibición –afirman en el catálogo sus curadores– no tiene forma. Combinar precisión y generosidad es nuestra tarea. Por regla general las exhibiciones tienen un tema, tratan de un artista, una era o un estilo. La ausencia de forma inherente a la documenta contradice ésas prácticas”. Sin dudas, la intención presente en esta edición parece eludir ese know–how imperante que reduce al artista a la mera función de instrumentador de conceptos curatoriales basados en densas tesis político–sociales. El arte explicando la política, como en la edición 10 de Catherine David y la 11 de Okwui Enwenzor no es precisamente el foco central de la documenta 12. Roger M. Buergel y Ruth Noack retomaron para esta edición otras funciones del arte donde, además de la política, se plantean cuestiones inherentes al debate sobre la caducidad de la modernidad, la vida y, especialmente, la educación. Pero además, contra todos los pronósticos y expectativas, estos curadores cifraron sus cartas en un arte que no se produce ni en Europa ni en los Estados Unidos y demostraron que el montaje de exposiciones puede y debe potenciar el placer sensorial del hecho estético. Su generosidad se basa en haber reducido al mínimo la información secundaria –etiquetas, datos, notas aclaratorias, etc.,– que suele interponerse entre el espectador y las obras, dejando que éstas se impusieran por su propio peso. Además, fueron extremadamente cuidadosos a la hora de distribuir y dosificar las mismas en el espacio expositivo. Intentaron provocar lo que Roger M. Buergel denomina la “experiencia estética”, planteando la exhibición como un “médium” capaz de potenciarla. documenta 12 es un buen ejemplo de respeto hacia el espectador. A pesar de mostrar más de 500 obras, era posible moverse intuitivamente de una sala a otra o de un pabellón a otro sin sufrir la fatiga inevitable que nos depara la contemplación ininterrumpida de objetos con diferentes cargas visuales. Para ello, se basaron en un montaje preciso, cuidando al detalle la iluminación, el color de las salas y sus posibilidades arquitectónicas. “Eclipsis”, del artista chileno Gonzalo Díaz, es una obra emblemática que, a mi modo de ver, resume con gran acierto el sentido curatorial de esta Documenta. Ubicada en la Neue Galerie, la instalación se compone de una habitación oscura con un reflector que proyecta su cono de luz contra un marco vacío, colgado en la pared a la altura de nuestra cabeza. Era posible entrar y salir de este espacio cerrado sin notar nada. Sólo si nuestra curiosidad nos movía a acercarnos a la moldura del cuadro, interponiéndonos entre la luz y la pared, se nos revelaba la siguiente inscripción: “Vienes al corazón de Alemania para leer bajo tu propia sombra la palabra arte”. El lector que haya seguido hasta aquí mis reflexiones, pensará que he desdeñado la 52 Bienal de Venecia en favor de la documenta 12. Más que a los resultados, en ambos casos ampliamente debatibles, he intentado un acercamiento al ejercicio en el que se sustentan. Pero si no tuviera más alternativa que decidir entre ambas, me inclinaría por la segunda. Sé que documenta defraudó las expectativas de la gran mayoría de mis colegas de oficio –curadores, artistas, galeristas, etc– que ahora claman por una “redumenta”. Curiosamente, ninguno ha sabido capaz de explicarme con precisión qué es lo que realmente esperaban de ella. De ese vigente panorama confuso que nos dejaron las desaparecidas vanguardias de la modernidad, me gustaría persignarme con esta paráfrasis del gran maestro J.L. Borges: el ejercicio de la producción cultural puede enseñarnos a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos. Contemporánea, nº 6, año 2007, pp.34-37.