01 agosto, 2004

Antonio Mesones: La centralidad gestual



Al interrogar la obra de Antonio Mesones, es imposible eludir una de las obsesiones capitales por la que actualmente transita: la centralidad gestual. Y entiéndase aquí el “gesto” no como pose, sino como acción; no como constitución de un sistema, sino como síntesis de un proceso que cierra un ciclo al mismo tiempo que se va abriendo en otro más profundo.


Fundamentalismo gestual que se va condensando ya en la vibración contemplativa del color y sus gradaciones, ya en la proliferación de ondas expansivas de un mismo trazo. Desde esta doble combinatoria es posible entender cierta acumulación formal, a veces dominada por el color, a veces por la línea semicircular. Ambos, color y trazo, se convierten aquí en atributos materializados de una acción gestual automática que transcribe, a nivel visual, un lenguaje de imágenes recónditas, imágenes sumergidas en las profundidades de un mar interior impensado.

En ese nivel retiniano el artista ha vislumbrado, a través de representaciones primarias de figuras extremadamente simples, esa condición ontológica inmanente a la reproducción acumulativa. El aspecto interno de estas figuras, nos sugiere la reproducción desde adentro (lo femenino vaginal, lo abierto: fuente de vida) en forma de gradación tonal expansiva de una mancha de color que prolifera y se multiplica en la resonancia de sí misma, engendrando al mismo tiempo manchas cada vez más claras, cada vez más en armonía con la claridad de ese túnel de luz que se abre al presente. En su aspecto externo, esas formaciones nos sugieren la corteza protectora de la mancha, la expansión estructural de sus líneas en pliegues semicirculares que nos advierten de su aspecto romboidal y gregario, acaso fálico, masculino. En conjunto, es lo íntimo y lo visible, la unidad de un ser.

Sin embargo, ¿cómo es posible que ese ser primordial, marcado en la obra de Antonio Mesones por un gesto que siempre se reproduce a sí mismo, quede desligado del tiempo y flotando sin referencias en el espacio? A la respuesta quizá nos podremos acercar al contemplar esas formas carentes de atributos circunstanciales, de información, de datos que nos refieran su historia. Y sin ésos atributos que nos hablen de la relación de esas manchas con su entorno no hay relato, ni oral ni visual.

Por tanto, la obra de este artista parece suscribir esa ausencia de tensiones propias del imaginario de un mundo sin relato. Y un mundo sin relato o, lo que es igual, carente de conflicto, sólo puede ser posible en un presente continuo desmarcado de la angustiosa relación pasado/futuro.

De manera que allí la vida será la primera vida, los hombres siempre serán los primeros hombres, los amigos los primeros amigos, los peces los primeros peces, los libros los primeros libros. En este mundo todo sucede siempre por primera vez: la luz tiene el mismo valor que la sombra, no hay estatutos que aparten la noche del día, ni convenciones temporales.

Se trata de una forma particular de asumir el presente que nos acerca a la biografía personal de este artista santanderino. Afincado hace más de nueve años en el Berlín de la posguerra fría, Antonio Mesones conjura en estas obras los efectos de esa frecuente pesadilla que trastorna la condición de emigrante a un doble desplazamiento temporal/espacial. Si en la obra de esos primeros años berlineses se dedicaba a cartografiar el nuevo mapa espacial-humano donde se desenvolvía su vida, en la obra actual parece más sumergido en la ilusión del tiempo. Al menos, así lo sugieren esas manchas que han logrado equilibrar ese desasosiego entre un “antes” y un “después”.

Una extraña sensación nos inquieta al contemplar la energía que emana de estas manchas verde, lila o rosa. En ellas no acontece nada y, a su manera, acontece todo. Muy por el contrario a nuestro estado habitual de existencia, disgregada entre la noción nostálgica-regresiva de un tiempo pasado que nos desgarra (el “ya no fui lo que soy” de Octavio Armand) y su versión utópica-progresiva de un tiempo futuro que nos consuela (el “no seré lo que soy”) aquí, en estas manchas, domina la imperturbable serenidad de un “soy” presentista.

Al espectador atento no le será posible evitar el desafiante dilema que representa contemplar esas aperturas. Una de dos: o bien sigue la lección moderada de Sloterdijk (abrirlas desde fuera y permanecer en su punto de llegada), o bien entra sin más en ellas. Pero lo cierto es que, aún cuando no lo roce ese dilema, después de observarlas no le será fácil ignorarlas.

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