Igual que hay un conjunto de obras que fundamentan
la misteriosa necesidad humana de producir arte, en la biografía individual de
cada artista hay trabajos que no sólo prefiguran su evolución ulterior sino que,
más allá de eso, revelan la tremenda osadía psicológica de buscar sentido al
contradictorio mundo que nos rodea. Por esa razón alguno de esos trabajos tiene
el mérito de llegar a convertirse en eso que en la lengua alemana se denomina das Schlüsselwerk y que en español se traduciría como “la obra-llave”. Una
herramienta indispensable que no sólo nos abre la puerta a la antesala de los aspectos
formales en la obra de un artista, sino que también nos proporciona indicios
inestimables a la hora de desentrañar los valores latentes y no representables
de la misma.
A mi modo de ver, y teniendo en cuenta su
trayectoria artística, hay un trabajo muy temprano de Inti Hernández cuyo nivel
de profundidad conceptual nos hace pensar que reúne mucho de esa condición de obra-llave
y, por tanto, debería ser considerado necesario para entender algunos
mecanismos operativos de toda su producción posterior. Me refiero a la
performance Cuando duermo sueño que vuelo
(1998). Con este opus iniciático, resultado de su primer ejercicio como miembro
de la tercera pragmática de René Francisco (para muchos Galería DUPP) Inti dio
un vuelco radical a su obra al romper con la tesitura de todo lo que estaba
haciendo hasta ese momento e iniciar una manera muy diferente de entender y
producir arte.
La performance en cuestión, realizada en
la sala Villena de los jardines de la UNEAC, consistía en una caja rectangular
hecha de cartón para embalaje con la cual el artista había cubierto una
considerable parte de su cuerpo. Iluminada en su interior por una bombilla de
luz mortecina, la caja tenía dos orificios laterales de los que salían los
brazos de Inti estirados en forma de alas y dos orificios traseros de los que
salían las piernas dándole al conjunto la impresión de un artilugio volante. A
su vez, la estructura de cartón estaba sostenida horizontalmente por dos viejas
y roídas banquetas de madera rústica salpicadas de pintura, como esas que usan
los pintores de caballete, que acentuaban la precaria ligereza y fragilidad de
toda la estructura. El espectador curioso tenía la opción de acercarse y, a
través de finas hendiduras realizadas en la parte anterior y posterior de la
caja, otear en su interior el cuerpo desnudo de Inti o su rostro placentero
flotando contra las ráfagas de aire que producía un ventilador casero situado
enfrente de su cabeza.
Con el tiempo aquel trabajo, que entonces
sólo parecía una mera transformación del hecho performativo en un objeto esculturado,
se ha convertido en un referente necesario para entender la obsesión de Inti
Hernández por revelar los vínculos invisibles de ese campo de ilusiones
bipolares que tejen y tensan el fecundo mundo de las paradojas. Un territorio
donde este artista ha encontrado importantes herramientas que, desde entonces
hasta hoy, le han ayudado a insinuar en su trabajo eso que él mismo había
vislumbrado en su diario de anotaciones de estudiante como la posibilidad de lo
maravilloso o, dicho con sus palabras, la “sincronización de las disparidades”.
Significativo ha sido también para su
trabajo el hecho de que paralelamente al proceso de gestación de Cuando duermo sueño que vuelo Inti
Hernández se dio a la tarea de restaurar la fachada de la casa de su madre en
Santa Clara. Imprevisiblemente, lo que había comenzado siendo un propósito
básicamente familiar y privado terminó influyendo muchos aspectos esenciales de
su praxis artística. (Parece como si al impulso de volar y desatar la
imaginación romántica implícita en Cuando
duermo… le hubiera sobrevenido, con el mismo vigor, la necesidad de lanzar
el cable de la razón a tierra). Con lo cual, durante las diferentes fases de
saneamiento de la fachada del hogar materno la enriquecedora experiencia del
contacto diario con los transeúntes que se detenían frente a la casa a observar
y comentar el trabajo que él, conjuntamente con su hermano, estaba realizando,
suscitó un diálogo cuya poderosa energía estimuló a Inti a pensar y reformular
la urgente necesidad de descongelar esa improductiva polaridad que en el
contexto nacional cubano había adquirido la relación entre la iniciativa
privada y el espacio público.
Derivaciones de estas reflexiones son los
trabajos agrupados bajo la serie Compartiendo
la experiencia. Dentro de la que, a su vez, sería conveniente destacar aquí
Propia iniciativa (2002 - 2011). Una
obra de carácter accionista y procesual, en la que se verifica la significativa
presencia de esa relación de pares, aparentemente opuestos, cuya dinámica
dialógica ha dejado una marca distintiva en toda la obra de Hernández.
Como ya desde su título se infiere, Propia iniciativa es una acción de
limpieza animada por una motivación personal. Lo cierto es que no se trata de
una limpieza cualquiera, sino de una muy sui generis la cual Inti se ha
propuesto continuar repitiendo cada vez que el tiempo y las condiciones así se
lo permitan. Para ejecutarla utiliza plantillas inspiradas en el sobrio y pulcro diseño de las losas de su dormitorio y
después, con la ayuda de éstas, lo reproduce sobre los pisos sucios y
ennegrecidos del Paseo del Prado, la vía peatonal más popular de La Habana.
La íntima necesidad de hacer concordar lo
que no concuerda lo mueve hacia una acción de limpieza y embellecimiento de un
lugar público que desborda el ámbito de lo puramente estético y crea un espacio
de intercambio entre el artista y los transeúntes. Dicho de otra manera, esta
forma sutil de pensar e intervenir el espacio urbano exterior es una propuesta
que supera su propio contenido, en tanto que desea provocar en el espectador
una reflexión no sólo sobre el resultado, sino también sobre el valor y la
utilidad práctica de ejecutar iniciativas personales que a la larga, de una
manera u otra, aportan su granito de arena a la saludable idea del bienestar
común.
Visto desde una perspectiva más
conceptual, lo realmente útil de esta acción es que expresa con claridad lo
necesario que es, en estos tiempos que corren, provocar un encuentro feliz
entre pares de categorías convencionalmente aceptadas como opuestas y que,
guiadas por una buena dosis de sentido común y buenos propósitos, podrían ser desestresadas fecundamente
generando con ello un diálogo armónico entre lo limpio y lo sucio, lo positivo
y lo negativo, lo privado y lo público, lo que está afuera y lo que está
adentro, entre el amigo y el enemigo.
Fiel a ese flujo de formas estéticas que
apelan a la convergencia como programa para refutar la lógica improductiva de
las dicotomías, en 2012 Inti Hernández fascinado por la atemporalidad del
proyecto martiano decide interrogarlo y entenderlo no como la tesis histórica
adormecida en su soledad, sino como un lugar vivo y tenaz capaz de renovar la
idea del encuentro. A partir de aquí nace
Bancontodos, una pieza de
carácter escultórico-funcional donde lo que importa no es la dualidad
representada en los polos extremos del banco, sino la posibilidad de trascender
sus diferencias. De ahí esa forma que nos propone, a la manera de un ocho
acostado, arquetipo de la flexibilidad y el equilibrio y, acaso, una de las
metáforas que mejor encarna esa sociedad que hace 121 años soñó Martí: “con
todos y para el bien de todos”.
Sin ir más lejos, es el ardor de esa
enseñanza martiana la que también subyace en la metodología de trabajo que
marcó el espíritu y la gramática visual de Aparente,
la primera exposición personal realizada por este artista para Villa Manuela en
el mes de abril del año 2013.
Sería bueno añadir también que muy por el
contrario a la tónica general, la obra de Inti no es de las que se monta en el
carro de las narrativas destinadas a un espectador-lector enterado. Incluso
cuando utiliza imágenes muy literales como en la serie Presencia (2008), o en sus libros de artista, el uso reiterado de
líneas curvas, círculos concéntricos y referencias arquitectónicas provoca un
efecto de fuga y extrañamiento que las desliteraliza.
Con todo lo abordado hasta aquí, no
debería parecer desatinado afirmar que, vista en su totalidad, la obra de Inti
Hernández está permeada de una suerte de idealismo pragmático. Aunque suene un
poco paradójico en nuestros días eso de que un ideal sea práctico, no me puedo
imaginar ahora otra manera de nombrar ese impulso interior, ese deseo fuerte o
voluntad de conciliación, esa razonable necesidad de “sincronizar disparidades”
que ya en su momento Ernst Bloch, filósofo de las utopías concretas, definió
como “sincronía de lo no sincrónico”.
Esta idea que, en apariencia nos parece
solamente vinculada a una noción absoluta de algo que sucede en los límites
abstractos del tiempo, tiene también en la obra de Inti una no menos relevante
conexión con la experiencia del espacio. Pero no del espacio físico en sí, sino
del espacio como forma condicionada a su propia dinámica subjetiva y que la
filosofía contemporánea a dado en llamar espacialidad.
Pensemos, por ejemplo, en Lugar de encuentro. Una serie cuyo
sujeto dominante es el espacio, entendido como estructura abierta, que a su vez
contiene otras estructuras espaciales diferentes pero que se complementan entre
sí. Sin embargo, es un espacio que no tiene sentido sin la presencia del
hombre. De ahí que, por lo tanto, adquiera el valor metafórico de paradigma o
modelo de arquitectura social que expresa ya desde su base constitutiva la
posibilidad del entendimiento mutuo y la coexistencia entre formas
aparentemente irreconciliables.
Al menos eso es lo que inferimos de obras
como Entrelazando diferencias (2010).
Allí, para nuestro asombro, el espacio objetivo se subordina al espacio mental
y viceversa. De tal manera que las formas, tanto las subjetivas como las
materiales, por más contradictorias que nos parezcan, terminan conectándose en
un flujo de intercambio mutuo que nos devuelve otra vez a esa zona de esperanza
y simultaneidad donde todo sueño es posible.
©Juan Carlos Betancourt
Berlín, 26 de mayo y 2013
publicado en ArteCubano 1/2013
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