En todos los grandes relatos históricos, como en las
novelas de ficción, ha sido siempre la intervención aislada de uno o varios
sujetos el punto de giro principal que desencadena las acciones y los cambios
inesperados. Pero las masas, por el carácter anónimo e impersonal de su
presencia, y muy a pesar de su función determinante en estos acontecimientos,
quedan siempre relegadas al papel secundario de los extras; son destinadas a
llenar los fondos del escenario donde tienen lugar las transformaciones que
ellas mismas operan, al fin y al cabo, sin garantías ni beneficio.
La masa, para que exista, tiene que convertirse ella
misma en sujeto, en estrella de su destino. Los actos por sí solos no cuentan.
Tiene que haber una actitud. Lamentablemente, de estas acciones se han
registrado pocos antecedentes. Al parecer, no estimulan la imaginación del
lector acostumbrado a las historias de buenos, villanos y princesas; no son
sexy, no son acciones que dejan royalties. Accidentalmente en Fuenteovejuna, de Lope de Vega,
encontramos una de esas raras excepciones donde la masa en pleno se
auto-declara protagonista de los hechos para encubrir al verdadero culpable. Cuándo
el juez tortura e inquiere a cada uno de los habitantes en busca del autor del
crimen, todos responden que fue el pueblo de Fuenteovejuna. Con esta acción
invirtieron la lógica que le asignaba un papel secundario para convertirse en
sujetos activos de su destino.
Salvo raras excepciones como ésta, la historia siempre
se encarga de relegar y devolver a la masa a su lugar de origen: el anonimato.
Cuando pensamos en el antiguo Egipto, por ejemplo, lo primero que nos viene a
la mente son los faraones. La Revolución Francesa nos hace pensar en
Robespierre, Anton o Marat. Incluso, de aquellos movimientos que marcaron un
nuevo paradigma de transformación social y política en el siglo XX, la
Revolución de Octubre, la Revolución Cultural China o la Revolución Cubana, lo
único que nos queda hoy son los nombres de Lenin, Stalin, Mao o Fidel.
René Francisco, Entropy 1, óleo sobre lienzo, 35 × 42 cm,2012
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Las ciencias sociales se han ocupado parcialmente de
esto. O bien con tesis orientadas a segmentar la masa para calcular mejor su
capacidad de rendimiento, producción y consumo. O bien para explicar la
psicología de su comportamiento grupal. O ya para tipologizar su posición
respecto a la cultura. En casi todas se insinúa el mismo esquema analítico: una
masa instrumentalizada en función de o como objeto de una perspectiva
jerárquica. Todas estas tesis, por lo general, parecen disimular cierta
intención profiláctica. Sin embargo, son muy pocas las que verdaderamente ponderan
la acumulación de saber, el potencial pedagógico, transformador y demiúrgico
que detentan las masas en su núcleo.
En este sentido, desde finales de los 80s, una buena
parte de la obra de René Francisco ha venido operando como un contrapunto
silencioso de acción y cuestionamiento de esas corrientes mentales que dominan
y promueven un saber parcializado e incompleto sobre las masas. De esa actitud
nace, por ejemplo, una buena parte de su pragmática pedagógica y su visión
horizontal de la enseñanza. En sus muchas formas de aproximación a ese fenómeno
hay una en la que, a mi modo de ver, se articulan y contienen todas las demás:
la idea de entender la masa como una entidad que nunca ha perdido su
conciencia, siendo capaz de subjetivizar y personalizar sus intereses,
restituyendo para sí el significado que le han escamoteado los discurso
narrativos de las grandes personalidades históricas.
Tanto la pintura como los dibujos y la obra
instalativa de René Francisco que tematiza las grandes aglomeraciones de
sujetos anónimos nos sugieren una fuerte tensión paradójica. De repente, las
figuras de los tubos de pasta dental (vacíos literalmente de contenido) que
parecen condenados a una vida de marionetas teledirigidas se rebelan, como el
Golem, contra el creador de su destino. Pero su rebelión no es violenta ni
destructora. Adquiere, más bien, el rango de una revancha que se expresa por
medio del lenguaje inveterado del cuerpo. Debajo de esa superficie gris y
aplomada que relucen los tubos antropomorfizados de René Francisco, generaciones
enteras de cadenas genéticas con sabiduría milenaria se conectan para festejar la
bacanal de la desobediencia.
René Francisco, Todo comenzó por la mata de plátano No.2, tinta sobre lienzo, 80cm, 2012
Así, la que parecía una masa hueca, gris, insignificante, descalificada, sin prestigio y destinada a permanecer en el subsuelo de la historia se eleva, frente a nuestros ojos, al rango de un sujeto colectivo capaz de gestionar y administrar así su propio significado emocional como todo ese potencial alternativo inseparable de su esencia más profunda: la felicidad. “Work in progress, in-site creation”, exposición presentada recientemente por Xin Dong Cheng Space for Contemporary Art en Beijing, es una fabulosa reafirmación y recreación simbólica de ese estado en que la imagen demuestra que puede adelantarse a su posibilidad.
Allí René Francisco dejó inscrita unas claves
personales de aproximación a ese nuevo tipo de masa cada vez más imprescindible
para el mundo de hoy: la masa-sujeto. Una masa que, por su novedad, todavía
sigue siendo un nebuloso enigma para el viejo lenguaje de las ciencias sociales
y una metáfora aún no fatigada por el arte.
Cuando entramos al vestíbulo o antesala de la
exposición, chocamos primero con una representación de la masa-objeto. Obras
como la serie Arsonists sugieren cómo
este tipo de masa, modelada a imagen y semejanza de la disciplina y los
imperativos morales heredados de la modernidad, se encuentra bajo un estado de
presión latente, a punto siempre de estallar. Incluso, es sintomático que hasta
la propia arquitectura, reflejo de ese racionalismo utilitario, evidencia
también las necesidades ideológicas modernas de compartimentar, dividir y
redistribuir el espacio vital de una masa que no parece encajar demasiado en su
propio contenedor.
![]() |
René Francisco, La masa cortada, tinta china sobre papel, 272×122cm,2005
El recorrido por estas antesalas concluye con Pinta un abstracto para mí. Una obra que funciona como transición hacia la sala principal, la sala dedicada a la masa-sujeto, y que al mismo tiempo nos expresa cómo la masa-objeto, en fase de degradación, va perdiendo cada vez más significado e interés hasta convertirse en una cosa abstracta e ilegible que ya no despierta el "ah" de la admiración, sino más bien el "hum" de una vaga curiosidad, pastosa y táctil, que ya nadie puede definir bien.
Pasamos entonces a la sala principal. A la izquierda el inmenso mural denominado Entropía nos hace un guillo cómplice que no se parece al protocolo del recibimiento. La energía que desprende es inquietante. Es el resplandor de una lava fresca y caliente, escupida desde las mismísimas entrañas de un volcán invisible que, sin ser apocalíptico, anuncia el caos que precede siempre a toda transformación profunda.
Al otro extremo de sala, en el lado diametralmente
opuesto al mural vemos un molino. Pero antes de llegar allí somos primero
testigos de un proceso de reproducción. En la instalación La ruta del amor promiscuo comienzan a multiplicarse,
sistemáticamente, unas figuras tubulares que, a pesar de su forma y gestualidad
humanas, están desprovistas de ese atributo principal que es la cabeza. Les
falta ese yo personal que identifica y distingue a un sujeto de otro. La
similitud entre estas figuras es brutal, irritante, pero sin llagar a ser
amenazadora o siniestra porque, al fin y al cabo, tienen algo que nos es
familiar. Esta instalación está hecha con cinco neumáticos que progresan de
menor a mayor y nos recuerdan la rueda de la vida. En el interior de los
neumáticos hay pequeños espejos. Así, cuando nos paramos frente a ellos
sentimos como un vértigo leve, casi perturbador. Intuimos que es el reflejo que
dejan las imágenes más inconscientes de nuestro subterráneo emocional.
Sin embargo, ¿qué ha pasado con el yo cartesiano del
conocimiento? ¿Es posible construir una identidad donde no intervenga la mente?
¿Dónde está el centro ahora? —nos preguntamos— ¿A dónde van esas corrientes de figuras
aparentemente des-individualizadas? El eje que apuntalaba nuestro racionalismo
comienza a rozar otro estado difícil de nombrar.
Algunas de esas cosas que normalmente no se pueden
apreciar, incluyendo las preguntas que nos hacemos ahora, nos las sugieren
obras como Dador. Una reverencia a la
entrega. Por eso, vemos salir de un cubo, igual que sale y se esparce la
plenitud de los cuernos de la fortuna, una corriente de tubos que se aglomeran en
torno a un pozo, lugar de encuentro y, al mismo tiempo, el agujero negro por
donde atisbamos hacia el misterio de lo desconocido; una invitación a la introspección personal y
silenciosa.
Esparcidos por toda la sala, en diferentes tamaños y
posiciones, los cubos son otro elemento que se repite en esta exposición. En
obras como El agua que tú tienes que ver
o Si tú entras los cubos aparecen
cargados de mucho simbolismo. Tienen el aura de esas herramientas primitivas
inseparables de la condición humana. Recogen y vierten, propagan y fertilizan.
Pero además, nos ayudan a visitar ciertas profundidades del ser todavía no invadidas
de razón. Con ellos sacamos a flote la frescura inocente del conocimiento
ancestral.
![]() |
René Francisco, El agua que tú tienes que ver, instalación, medidas variables, 2012 |
Y siguiendo con las metáforas que dibujan el entramado
simbólico de esta exposición, volvemos a la reproducción. Con ella nos viene
dada la idea de que lo que se multiplica al mismo tiempo se aglomera y lo que
se acumula llega a un punto en que desborda su propio contenedor y fluye como
los ríos caudalosos. Al paramos en el centro de la nave central de la galería
sentimos los campos de tensión que generan las dos extraordinarias corrientes
de tubos que nos flanquean a ambos lados esta sala. A la izquierda está la
corriente que se genera a través de la pieza Todo empezó por la mata de plátano o En busca de la felicidad. Un guiño lúdico a las miles de artimañas,
recursos e imaginería que, a través del tiempo, ha venido adquiriendo el acto
de la reproducción.
![]() |
René Francisco, Todo empezó con la mata de plátano, tinta china sobre papel, 35x747cm, 2012 |
Esta es la corriente que nos lleva hacia el costado
izquierdo del molino. Titulado Trabajar
juntos nos hace felices quizás este molino es el símbolo más poderoso de
toda la exposición. Es el lugar que René Francisco denomina “la casa del
impulso”. Aquí es donde el artista se involucra en una acción colectiva real
cuya energía absorbe gran parte de su trabajo. El resto de la exposición es
para él sólo un ejercicio de representación.
Pero el molino es el corazón, el lugar donde se muelen, con la fuerza del colectivo humano, las semillas previamente cosechadas por el espíritu y el saber espontáneo. De aquí saldrá finalmente la harina para hacer el pan, ese emblema del conocimiento que alimenta y nutre la vida. El final nos conecta otra vez con el principio. Y así sucesivamente.
Pero el molino es el corazón, el lugar donde se muelen, con la fuerza del colectivo humano, las semillas previamente cosechadas por el espíritu y el saber espontáneo. De aquí saldrá finalmente la harina para hacer el pan, ese emblema del conocimiento que alimenta y nutre la vida. El final nos conecta otra vez con el principio. Y así sucesivamente.
©Juan Carlos Betancourt